Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra
(Publicado el 16 de mayo de 2013 en Público.es)
Como he indicado en varias ocasiones, estamos viendo el final de la Primera Transición de la dictadura a la democracia, Transición que se realizó con un enorme dominio de las fuerzas conservadoras (en realidad, ultraconservadoras) que controlaban los aparatos del Estado y la mayoría de los principales medios de difusión y persuasión. Este dominio quedó reflejado en el sistema político que se estableció durante aquel proceso de Transición, el cual, aún cuando se define como democrático, se caracteriza por su escasísima sensibilidad y calidad democrática. Varios indicadores, entre otros muchos, reflejan tales limitaciones. Uno de ellos es el diseño y composición del Estado y sus políticas públicas, en las cuales las fuerzas conservadoras (de varios signos políticos) tienen gran protagonismo. Otro indicador de la baja calidad democrática es la ley electoral, la cual está profundamente sesgada en contra de amplios sectores de las izquierdas.
Esta situación ha generado un sistema representativo que es distante de la opinión popular, siendo esta última, por lo general, más progresista que las políticas públicas llevadas a cabo por la clase política gobernante. La distancia entre gobernantes y gobernados es enorme en España. La democracia en este sistema llamado representativo se limita a votar cada cuatro años dentro de un contexto sesgado en el que el voto útil y las leyes electorales reproducen un bipartidismo que se considera por la población gobernada como insuficiente y conservador, pues limita las posibilidades de participación en el proceso de decisión. Este conservadurismo explica el enorme retraso social de España (con uno de los gastos públicos sociales por habitante más bajos de la UE-15) y su inhabilidad de admitir que el Estado español es un Estado plurinacional. Estos grandes déficits democráticos se han acentuado con las crisis financieras y económicas actuales, donde las enormes limitaciones de la democracia española aparecen con toda intensidad. La crisis de legitimidad del sistema político hoy existente en España es enorme.
¿Qué puede hacerse?
La mayor causa de esta crisis de legitimidad es la amplia percepción de que el Estado español (sea central o autonómico) no está realizando las políticas que la mayoría de la ciudadanía desea. De ahí el amplio apoyo al eslogan del 15-M de que “no nos representan”. ¿Qué puede hacerse ante esta realidad?
Una medida muy urgente es romper con el fatalismo que parece haberse adueñado de amplios sectores de la población de que no hay nada que pueda hacerse para cambiar tales políticas. El abusivo control de los medios de mayor difusión del país (controlados por la estructura del poder, y muy en especial del financiero) hace que el mensaje procedente del establishment de que “no hay alternativas”, esté calando en la percepción popular. A esta percepción está contribuyendo el mensaje extendido en algunos sectores de las izquierdas radicales de que, a no ser que todo el capitalismo desaparezca y se establezca el socialismo, no hay nada que hacer. Todo lo demás es, como decía una de estas voces, “humanizar el capitalismo”. Y puesto que no se ve que el capitalismo vaya a desaparecer pronto, el mensaje que se transmite es que no hay nada que, mientras tanto, se pueda hacer.
Lo peor de tal postura, sin embargo, es que no entiende como el cambio ocurre. Si el proyecto transformador es ir hacia un proyecto en el que cada persona reciba los recursos según su necesidad, y que éstos se financien según las habilidades y posibilidades de cada persona (lo que solía llamarse socialismo), entonces hay que darse cuenta de que el socialismo se construye y/o destruye cada día en el seno de las sociedades capitalistas. Cuando se crea o refuerza un servicio público de salud universal financiado progresivamente, por ejemplo, se está construyendo el socialismo. Cuando se privatiza su financiación, se está destruyendo. Pues bien, bajo este criterio, e independientemente de cómo se defina el proyecto, hay un enorme potencial de movilización. En realidad, varias encuestas han mostrado que la mayoría de la población en España está de acuerdo con tal principio.
De esta observación deriva la gran importancia de que las fuerzas progresistas utilicen un lenguaje y unos ejemplos de intervenciones públicas con las cuales las clases populares puedan identificarse. Y también es importante referirse a casos concretos dentro y fuera de España de experiencias exitosas (como múltiples ejemplos de cooperativismo, por ejemplo). Hay que mostrar que, en contra de lo que se nos dice, sí que hay alternativas en cada caso y en cada momento. Adoptar posturas totalizantes indicando que los cambios no son posibles a no ser que haya un cambio total del sistema (el fin del capitalismo) es paralizante. No es por casualidad que tales propuestas aparezcan entre intelectuales académicos que tienen sus necesidades inmediatas cubiertas. Las personas con necesidades exigen, con razón, que se les resuelva su problema, no en un futuro lejano, sino ahora. Y las izquierdas tienen que darles una solución ahora, y no sólo en el futuro.
La necesidad de un movimiento político
Hoy la sociedad civil está enormemente agitada. Pero las derechas continúan fuertes, y las izquierdas débiles. ¿Por qué? Una de las razones es la excesiva centralidad de la vida política en la lucha parlamentaria dentro de las instituciones del Estado donde dominan las fuerzas conservadoras. Se necesita que la riqueza de acciones reivindicativas se traduzca en un movimiento político, que no tiene porqué significar un nuevo partido político. En realidad, ya hay demasiados partidos políticos de izquierda. Las izquierdas están atomizadas en España. Lo que se necesita es una movilización de protesta y de promoción de propuestas factibles y reales para cada uno de los problemas que la ciudadanía presenta. La PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca) es un ejemplo de ello. Hay que cambiar el centro de la actividad política, sin sustituirla. Es necesario crear la presión para que los partidos realicen lo que la ciudadanía desea, presión que debe ser continua y no limitarse a la esfera legislativa. El movimiento 15-M es un buen ejemplo de ello. Ha tenido un enorme impacto en cambiar la temática y narrativa política del país .
Este movimiento político debería ser la coalición de fuerzas y movimientos sociales, incluyendo también sindicatos e incluso miembros y simpatizantes de los partidos políticos (aún cuando éstos, los partidos políticos, no deberían ni instrumentalizar ni liderar tal movimiento político). Y la movilización debería crear un programa real, factible (que, por definición, la estructura de poder definirá como “utópico”, es decir, irrealizable), siendo responsabilidad de tal movimiento documentar y mostrar que sí, que es realizable. Por ejemplo, tiene que mostrarse que es factible, incluso hoy, en la situación actual, crear agencias públicas de crédito que lo ofrezcan a bajos intereses a las pequeñas y medianas empresas y a las familias, o que es factible garantizar la vivienda en un país con cuatro millones de viviendas vacías, y así un largo etcétera.
Este movimiento debería ser político, es decir, debería presionar para cambiar el sistema político (desde los aparatos del Estado hasta los propios partidos políticos) para hacerlo auténticamente democrático, con unas leyes electorales proporcionales, con una representatividad mayor y no única, complementada y en ocasiones sustituida por otras formas de democracia que incluyan desde referéndums vinculantes a fórums asamblearios de decisión. Y con cambios de los sistemas de información públicos y privados, condicionando la utilización de un recurso público (las ondas radiotelevisivas en el aire) a su diversidad ideológica, puesto que la escasez de tal diversidad es uno de los mayores problemas que tiene la democracia española.
Ni que decir tiene que existirá una enorme resistencia a estos cambios. Pero estos cambios son posibles. Y la propia experiencia española así lo muestra. El problema de la Primera Transición es que los partidos de izquierda abandonaron la movilización popular (en realidad, la desmovilizaron), adaptándose rápidamente a las instituciones del Estado dominadas por las fuerzas conservadoras. Pero hay que ser conscientes de que lo que forzó el fin de la dictadura fueron las movilizaciones populares, lideradas por el movimiento obrero. Y la estructura de poder favoreció su desmovilización dando excesivo protagonismo a los partidos, y dentro de ellos a las élites gobernantes de tales partidos. Esta Segunda Transición no debería caer en el mismo problema. Los partidos políticos son importantes y fundamentales en una democracia. Pero su función (muy acentuada en los partidos auténticamente democráticos y progresistas) es la de transmitir en el lenguaje legislativo lo que exija el movimiento político avalado por la participación popular, en lugar de ser instrumentos de poderes fácticos (tanto religiosos como financieros y económicos) que violan y corrompen el proceso democrático.
Por ello seria aconsejable que se establecieran asambleas en las que se denunciaran las enormes limitaciones de la democracia existente en España y en sus CCAA, con presentación de alternativas factibles y reales que, sin lugar a dudas, crearan una enorme resistencia, hostilidad y represión, como está ocurriendo ya. Pero los jóvenes de todas las edades tienen que ser conscientes de que son los herederos de las movilizaciones de las generaciones anteriores que consiguieron establecer y expandir los derechos políticos, sociales y laborales que ahora nos están sustrayendo.
Este movimiento debería ser muy amplio, abarcando un gran abanico de sensibilidades políticas y sociales, que tuviera como objetivo realizar una segunda Transición que nos llevara de una democracia tan incompleta y de un bienestar tan insuficiente como existe hoy en España a una democracia más desarrollada, que tuviera componentes de representatividad (basada en la proporcionalidad), así como componentes de democracia directa, como referéndums vinculantes (incluyendo derechos a decidir a nivel estatal central, autonómico y local), y formas asamblearias de decisión, expuestas a un amplio abanico de medios de información abierto a todas las sensibilidades. Tal democracia facilitaría la resolución de los enormes problemas sociales y económicos que la mayoría de la población experimenta, pues tales problemas –por difícil que parezca- son de fácil solución científica, aunque de imposible resolución dentro de las estructuras políticas hoy existentes. Así de claro.